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lunes, 13 de junio de 2011

13 de junio: Día del escritor- 15 de junio: Día del Libro

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Tuky Carboni: “El proceso creativo es un misterioso acto de fe”

El 13 de junio se celebra el Día del Escritor y el 15, el Día Nacional del Libro. El primero se recuerda en conmemoración del nacimiento de uno de los máximos valores de la literatura argentina, el escritor Leopoldo Lugones. El otro comenzó a celebrarse el 15 de junio de 1908 cuando se entregaron los premios de un concurso literario organizado por el Consejo Nacional de Mujeres.

Día del Escritor

El 13 de junio de 1874 nació en Córdoba el escritor Leopoldo Lugones. Su obra fue abundante y multifacética, en la que recorrió la mayoría de los géneros. Entre algunas de sus obras se encuentran La Guerra Gaucha, Lunario Sentimental y Crepúsculos del Jardín. Fue precursor de toda una generación de escritores argentinos, fundó la Sociedad Argentina de Escritores y dirigió la Biblioteca Nacional de Maestros, que hoy lleva su nombre.

Día del Libro

La celebración del libro en Argentina comenzó el 15 de junio de 1908 como "Fiesta del Libro". Ese día se entregaron los premios de un concurso literario organizado por el Consejo Nacional de Mujeres. En 1924, el Decreto Nº 1038 del Gobierno Nacional declaró como oficial la "Fiesta del Libro". El 11 de junio de 1941, una resolución Ministerial propuso llamar a la conmemoración "Día del Libro" para la misma fecha, expresión que se mantiene actualmente.
El libro es la mejor herramienta para la educación. Aunque contemos con toda la tecnología (como computadoras, T.V., etc) nada substituye un libro. Agiliza la mente, desarrolla la imaginación, es más saludable una hora de lectura, que una hora con la computadora. Maravillémonos con la tecnología, pero no olvidemos a los Libros.

Acerca de la creación artística
Por Tuky Carboni

“Si alguien quiere estar seguro
de la ruta que sigue, tiene
que cerrar los ojos y marchar
en la oscuridad.”
(San Juan de la Cruz)


El proceso creativo es un misterioso acto de fe. Fe en nuestra condición de animales espirituales. Fe en que nuestra naturaleza anfibia nos habilita para explorar las galaxias y los abismos terrenos. Fe ciega en que podremos traducir a palabras esa bella música que alguien está cantando en la oscuridad. Alguien. ¿Pero quién?
¿La parte más azul de nuestro ser? ¿El Creador Supremo? ¿La Poesía misma, tal vez? Sólo podemos aventurar hipótesis que acaso nunca puedan convertirse en certeza; porque a cada seguridad conquistada le siguen nuevos interrogantes.
Tomar parte del proceso del acto creativo ya es, en sí mismo, un privilegio que se nos concede; un regalo independiente de la calidad del producto que logremos; porque es apasionante, alumbrador y de una riqueza casi onírica. Tenemos una misión: nos han elegido para traducir una música. Y hacia ella vamos.
Primero nos llegan algunos acordes más intuidos que escuchados. Con cada compás que roza la zona erógena de nuestra alma, nos convencemos más de que allí, en esa música, está la esencia, el germen, la semilla primigenia que explica todo el devenir del Cosmos.
Tenemos la seguridad de poder alcanzar esa canción. Quizá, nos entusiasmamos, hasta podamos ubicar a El Cantor. Como lúcidos sonámbulos empezamos a recorrer las distancias, confiando en que hemos elegido la dirección correcta. Con todos los sentidos interiores enfocados en lo que no vemos con los ojos físicos, pero sentimos en todo el ser, atravesamos bosques en sombras, apenas iluminados por el resplandor de nuestro espíritu. Cruzamos sabanas pobladas por animales cuyo jadeo parece coincidir con nuestro ritmo interior. Allá, a lo lejos, el canto nos impulsa a seguir. Escalamos montañas que nos dejan al borde de la asfixia; altiplanicies resecas donde el viento aúlla; fértiles llanuras cubiertas de hierbas generosas; pequeñas poblaciones desdibujadas por las gasas de la niebla; paisajes bañados por la luz lunar que se trasladan siempre más allá del horizonte cuando ya creíamos estar a sus puertas; castillos que se trasforman en arrecifes de coral apenas ponemos el pie en ellos. De vez en cuando, una imagen que amamos o una escena de nuestra vida que creíamos olvidada, cruzan como un relámpago nuestro sendero y se esfuman enseguida. Hemos caminado gran parte de la noche, atravesado todos los climas, caído en todas las grietas, tropezado en todas las piedras; pero no existe el cansancio, ni el frío, ni el hambre. Como una recompensa por nuestra tenacidad, la melodía ahora se escucha más cercana; pero las palabras en que ese Alguien canta no pertenecen a idioma terreno. Nuestro corazón se enciende como una bengala en alta mar; nuestros ríos interiores se aceleran, crecen, se salen de madre, como bajo las lluvias torrenciales crecen los ríos de la vigilia. Nos falta el aire, nos tiemblan las manos, nos sacuden los sollozos. No importa, seguimos. Seguimos porque adelante, en una saliente de una roca, hay una gruta natural donde parece resonar el canto con toda claridad. Los últimos metros se nos antojan eternos. Corremos y corremos, pero tenemos la sensación de que hemos quedado cristalizados en el tiempo y no conseguimos avanzar. Cuando por fin llegamos, la canción ha cesado y El Cantor se ha marchado. Pero desde el suelo de la gruta se eleva un polvillo fino que flota por el aire. Desesperados, queriendo apresar lo que no puede ser apresado, tendemos las manos con la esperanza de atrapar un puñadito de lo que El Cantor ha dejado caer, para que lo recojamos y podamos probar que estuvimos allí.
Nos miramos las palmas. Lo que hemos conseguido atrapar es apenas un minúsculo grano de arena, que brilla como un diamante. Con ese mínimo fragmento, “con esa nada de inagotable misterio” tendremos que trabajar para tratar de reproducir lo que hemos intuido.
Sobre el andamiaje de un segmento musical escuchado a la distancia, intentaremos levantar la leve arboladura de un lenguaje cuyos valores proporcionales se aproximen a las sensaciones que nos recorrieron, la memoria de los caminos que nos fue dado conocer , las imágenes fugaces que creímos ver, las texturas que pudimos percibir.
No es inusual que la belleza del conmovedor y deslumbrante proceso creativo, nos haga caer en el error de considerar genial al texto que emergió de sus profundidades. Es preciso esperar tres o cuatro días para que se desvanezca la ilusión y se pueda evaluar el poema en toda su dramática desnudez, despojado del fastuoso ropaje con que se nos presentó.

Entonces caemos en nosotros.

Y a veces, lloramos.

Publicado por: El Debate Pregón.

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